
El dolor es una percepción que constituye una función protectora y de alerta, que nos sirve para prevenir daños al advertirnos cuando estamos expuestos a una situación susceptible de producir una lesión. Imaginemos qué pasaría si no sintiéramos dolor y mantuviéramos la mano en el fuego durante un tiempo prolongado o estuviéramos sentados en una postura inadecuada demasiadas horas. Por ello, consideramos que el dolor tiene una función adaptativa, ya que contribuye a evitar la quemadura o nos obliga a cambiar de posición cuando notamos carga muscular.
A pesar de esta función, cuando el dolor se manifiesta crónicamente puede afectarnos significativamente a las actividades del día a día y produce un sufrimiento importante a la persona afectada. El dolor crónico es bastante frecuente, atendiendo a que el 25% de las personas lo padecen o lo sufrirán durante algún momento del ciclo vital.
El dolor, a pesar de ser generalmente causado por una lesión, enfermedad o inflamación, también tiene un componente psicológico, ya que está modulado por las emociones, las interpretaciones y el estado de ánimo de la persona. Por tanto, constituye una experiencia multidimensional, determinada también por variables psicológicas y conductuales que interactúan modulando el desencadenante fisiológico de la lesión. Por ese motivo, la intervención será diferente en función de si se trata de un dolor agudo o crónico.
En el dolor agudo, las actuaciones están dirigidas principalmente a disminuir su intensidad mediante intervenciones médicas, quirúrgicas y farmacológicas. Por el contrario, en el dolor crónico la intervención se realiza también mediante psicoterapia, para modificar aspectos psicológicos y conductuales para poder reanudar las actividades cotidianas con el objetivo de disminuir su impacto, la aversividad, incrementar el grado de refuerzo positivo y mejorar la calidad de vida de la persona afectada.